Mensajes en una botella de "Este día vimos el volcán"

Hace algunas semanas, se estrenó en línea el cortometraje Este día vimos el volcán, actividad en la que estuvo presente la directora del film Dagmara Wyskiel junto a un panel transdisciplinario, en un café+panel en donde los invitados analizaron en detalle esta obra que sigue la aventura de dos niños que, en la nada, intentan encontrar respuestas a sus inquietudes. Sus diálogos espontáneos nos hacen cuestionar la adultez, la vida, la muerte, el conocimiento, la pérdida y los mensajes que llegan en botellas de vidrio, en una visión sutilmente post apocalíptica que busca replantear los esquemas de relaciones interhumanas, mirando hacia el vacío o hacia el pasado.

 

Es así que las artistas visuales Marisa Caichiolo y Lucía Warck-Meister (Argentina), el artista visual y docente Carlos Silva (Chile), el poeta y narrador Enrique Winter (Chile) y los realizadores audiovisuales Sebastián Trujillo (Ecuador-Chile) y José Luis Sepúlveda (Chile), nos dejaron estos “mensajes en una botella” para ser recogidos y leídos en esta playa virtual.

Estas son las reflexiones de los panelistas que nos acompañaron en aquella ocasión:

 

Marisa Caichiolo

Admiro mucho la obra de Dagmara y he tenido el honor de incorporarla en varias curadurías en diferentes museos y espacios a lo largo de los años.

 

Había visto previamente el corto, y al hacerlo por segunda vez, empecé a tomar nota de sus dinámicas, aprovechando este encuentro con Dagmara y el panel. Anteriormente, trabajé en Juego Mixto y me parece que existe un paralelismo muy intenso entre esa obra y la película; entre ambas se genera un diálogo, mediante la estética visual, y a la vez, con el desierto, con la cultura de la directora, con su llegada y permanencia en Chile, con la identidad y la migración. Pero también lo mágico es que el cortometraje fue hecho el 2019 y le ocurre lo mismo que a otros artistas en este momento: han generado obras premonitorias en relación al aislamiento y esta situación casi apocalíptica que veníamos olfateando. Es momento de enfrentarnos a nuestros estados de soledad, de preguntas y cuestionamientos, encontrarnos con nuestro niño interior, cuestionar nuestra humanidad y los cambios que necesita, y eso es lo que provoca la inocencia a flor de piel de estos dos muchachos caminando en el desierto. 

 

Por momentos, se produce un símil entre la voz de nuestro niño interior con estos pequeños hablando desde su propia interpretación de conceptos del mundo y de la vida, jugando, como siempre ocurre en la obra de Dagmara, con lo enigmático del desierto, y en este caso, con las magnitudes de un espacio natural tan vasto en relación a estos dos pequeños seres.

 

Creo que es una obra que demuestra la manera que tiene la realizadora de presentarse al mundo como artista, con una voz interior propia y con la honestidad de ver qué está pasando en la actualidad.

 

Todas las escenas son intensas, pero una de las que me cautivó es cuando los dos niños están enfrentados a la ruta en medio de la inmensidad y hablan de los padres y los maestros. Me hace pensar en los adultos y cuánto de nuestros miedos pasamos a los niños, cuánto manipulamos a las nuevas generaciones desde nuestro hacer erróneo. Ese es un punto que genera interrogantes y al mismo tiempo, una oportunidad para abrir un espacio de meditación donde se pueden realizar preguntas, un lugar donde los niños son el futuro. Si uno pudiera mirar a partir de su inocencia, creo que la humanidad encontraría un camino mejor hacia un futuro incierto.

 

Valoro el trabajo de Dagmara desde ese sentir a flor de piel, su intensidad al tratar temas como la identidad y la migración, la mirada que tiene entre Europa y América, y cómo estos temas forman parte constante de su obra.

 

Carlos Silva

Hay varias cosas que me gustaría mencionar. Siento una especie de vértigo o incertidumbre que me llega o hiere, porque no puedo definir una temporalidad o qué está pasando, en el sentido de saber si hay algo que se está originando o en proceso de génesis, o si es algo que se está clausurando. Eso de no saber si algo se acaba o si es la esperanza que algo puede resurgir, transfiere incertidumbre.

 

Que los protagonistas sean niños, hace ilusoriamente que este cortometraje sea más esperanzador, la gravedad baja. Me hizo recordar el capítulo del libro El andar como práctica estética de Francesco Careri, que comienza con el mito de Caín y Abel, describiendo un momento en que la humanidad se divide entre nómades y sedentarios. Caín es el sedentario por excelencia, el que quería la producción, el trabajo y la acumulación, y Abel es el más cercano a estos niños, el que juega, pastorea, goza, el nómade que puede divagar, explorar. Todos sabemos cómo termina el mito: Caín mata Abel y el afán sedentario domina el mundo. La película instala, quizás, la posibilidad de otra humanidad, de otra relación con el entorno y el paisaje que se puede emancipar, construir, elevar.

 

Recuerdo la escena cuando uno de los chicos habla de que poca gente explora. Eso es brutal porque queda la sensación que ya no hay nada por descubrir y que lo destruimos todo, prácticamente no queda nada sin huella humana, y si existe, está constituido casi como un parque temático en esta humanidad que habitamos. Esa sinceridad brutal de los niños me parece muy atingente.

 

Reivindico las acciones lúdicas de los niños con y en el paisaje. Su mundo no es el de las cosas del presente y en este contexto, hay un dejo de optimismo en la posibilidad de re articular lo colectivo, desde la piedra y el polvo, la vuelta al juego, el ocio, finalmente otra forma de territorio.

Sebastián Trujillo

Este día vimos el volcán me dio la sensación de ser una obra muy actual. Al igual que otros panelistas, sentí ahogo, pero no tuve un momento de pensar que eran niños y sentir que saldría todo bien. Al contrario, tuve la impresión de que todo está acabando.

 

Sentí que esto es una premonición. Todos tenemos un pariente o un amigo que nos dice “yo sabía que esto iba a pasar” y creo que este corto y otras obras, nos prepararon el camino para lo que ocurre en el presente. 

 

Los muchachos dialogan entre ellos y con el paisaje, sin hablar de cosas, sino que de momentos y situaciones más profundas. Esto me hace pensar en la forma que los adultos tenemos de mentirnos a nosotros mismos, en contraste con los protagonistas que están construyendo sus verdades y ojalá el mundo fuera tal cual como ellos lo mencionan.

 

Esa sensación de ahogo se mantuvo aunque el paisaje es muy profundo. También me sentí parte de la geografía junto a los niños, y percibir esa aridez me pareció muy agradable en el sentido estético, para poder meterme en el corto, seguir la historia y sentir que esta es una obra que te lleva de la mano, para bien o para mal. Eso fue lo que más me gustó.

 

Me fascinó que los diálogos fueran improvisados. Me pregunto cómo se logran diálogos tan profundos y solemnes. Y claro, son cuatro días de grabación siguiendo a los niños, por lo que llega un momento en que esa sinceridad sale a flote por sí misma. Por eso, una de las cosas que me llamó la atención fue cuando los niños se encuentran con osamentas humanas. Es interesante ver esos huesos en una estría en la tierra y que los protagonistas hablen tranquilamente junto a él, concluyendo que el tipo murió por falta de agua, lo que nos recuerda parte de la historia que ha ocurrido en el desierto. 

 

Me encantó la incertidumbre, la sensación de premonición y el estado que me deja de que cuando termine esto, recordaré dónde estaba, qué hice, en qué me he mentido en todo este tiempo de pandemia, qué he estado haciendo y qué cosas no he hecho.

 

Lucía Warck-Meister

Me parece maravilloso cómo cada uno de los panelistas agrega una capa más a la película. Creo que el film nos va llevando lentamente a un lugar de precariedad en nuestro mundo contemporáneo y eso nos hace ver de manera cruda la desprotección en la que nos encontramos, transformando algo seguro y confiable, en algo inestable.

 

Hay tres elementos significativos que sostienen esta precariedad. Uno de ellos es el desierto, donde encuentro este paisaje desolado, la aridez, la intemperie. Estar afuera es estar desprotegidos. Al mismo tiempo, es un lugar en el que podemos estar conectados con nuestro entorno y posiblemente con nosotros mismos, y quizás por eso es que los niños eligen para caminar, pasear o preguntarse, ese espacio desértico donde todas las respuestas pueden ser posibles.

 

Lo segundo es la carencia. La ligo con un texto que promociona el corto: “En la nada sin adultos, dos niños intentan encontrar respuestas a sus inquietudes”. En nuestro mundo actual, la nada es un espacio de no lugar, de inexistencia en nuestra sociedad y cultura capitalista que está completamente negada a los bordes y los márgenes. Este espacio de la carencia y del desierto tienen un gesto quizás muy débil, pero donde algo puede germinar, cambiar o crecer, y lo que veo como una esperanza es que además de esa botella de vidrio que se rompió, puede haber otra botella que pueda ser arrastrada a la orilla con un mensaje de esperanza.

 

El tercer elemento, es la amenaza. No es latente sino que está instalada al principio del film con un sonido abrumador que permanece hasta el final. La otra, se repite a lo largo del corto: son estas torres de alta tensión, una invasión al desierto, al espacio de las cosas posibles. Estas innumerables torres que forman una fila inmensa, marcando un surco, una división o una grieta en la tierra.

 

Estos tres elementos marcan y sostienen esta precariedad. Creo que uno de los objetivos del film es obligarnos a pensar en cuáles son nuestras responsabilidades, en qué nos compete en actuar.

Enrique Winter

En primer lugar, quiero destacar la tensión entre los narradores. Es la voz adulta la que dicta las imágenes y éstas son exactamente opuestas a lo que estamos viendo: la voz habla de nieve, bosque y lo que vinculamos a la vida, mientras las escenas muestran un desierto totalmente árido.

 

Hay referentes similares en la poesía, como El Emperador del helado de Wallace Stevens, que presenta una estrofa evocadora de vida y sigue con una de muerte. De a poco, ese relato de la narradora, opuesto a lo que vemos, se detiene en los niños e implosiona; vamos descubriendo cómo la voz en off empieza a replicar aquella trama que los personajes están creando y que se revela hacia el final.

 

Me interesó la técnica de la cámara fija que es permanente como el desierto. El movimiento son solo los niños, representantes de la vida y de una promesa de futuro. Pero hacia la mitad del cortometraje, la cámara ya los sigue y los cortes son más abruptos poniendo en tensión esa promesa también.

 

Hay toda una tradición sobre el desierto. En relación a la mención del mito del sedentario Caín y del nómade Abel, si uno continúa en el Pentateuco, libro que es parte de varias religiones, una de las cosas que más llama la atención es el éxodo que se relata entre las arenas. Desde ese punto de origen, uno puede seguir y pensar este territorio como un lugar de espera, que nos remite a El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, a los detenidos desparecidos en los poemas de Raúl Zurita, a películas como Caliche sangriento de Helvio Soto y a la astronomía con Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán. Hay una carga que aquí se trabaja bien, mediante una fotografía notable, en un corto donde asistimos a un lugar donde no se puede vivir, donde nada vuela, donde nada respira, donde todo es desarraigo, y lo que pareciera ser una especie de vida o salida, que es el mar, es otro desarraigo más.

 

Tuve la suerte de verlo con familiares extranjeros y ellos me hablaban de la levedad de los niños en relación a la gravedad del entorno. Para los chilenos, la simbología del desierto está menos cargada de abstracción, es más concreta. Recordé a Parra que decía que Chile no es país, sino paisaje, y conversando con colegas ha salido a colación cómo la poesía, la literatura chilena, tiene mucho paisaje. Creo que hay algo normalizado en nuestra mirada, que Dagmara tuerce un poco, siendo chilena y polaca, sobre la percepción del peligro que acá leemos de forma apenas leve.

 

Sobre su decisión de que no hubiera diálogos escritos, los casuales y eventualmente ingenuos de estos niños me recuerdan lo que ocurre al criarlos, pues surge en los adultos una nueva extrañeza, de volver a ver cosas que no habíamos visto. Este corto hace algo muy bello, que es refrescar lo que alguna vez pensamos, porque todo lo dicho aquí lo hemos reflexionado de una forma u otra.

 

Presente de manera inevitable está la amenaza de ese pensamiento y la actual situación de encierro nos retrotrae a la experiencia de vastedad que está a la vuelta de la esquina y también a la ruta y las torres eléctricas construidas por los propios humanos, incapaces de controlarla. Los niños interactúan con el paisaje, con pequeñas acciones como sacarle piedras, y es como si aquellas intervenciones quebraran la botella que contiene el mensaje de la naturaleza –“esta botella parece que se destruyó” dicen–, pero a la vez nos resulta imposible no quebrarla.

 

Finalmente, es elocuente que en este diálogo se haya expuesto mucho sobre el ahogo, porque el desierto me parece todo lo contrario, da una sensación de completa apertura y, pese a lo que indican su propio nombre y mis palabras previas, está lleno de vida.

 

José Luis Sepúlveda

Creo que es muy interesante lo que ha hecho Dagmara en términos de la profundidad que logra en el desierto como territorio, mostrando lo que significa para nosotros, los que hemos vivido en él. Y en ese sentido hay que decir que es un espacio que ha tenido conflictos, guerras y en donde los recursos naturales están en disputa hasta hoy.

 

Es muy interesante el planteamiento de establecer que este paisaje, si bien no es apocalíptico, es un espacio que quizás hay que habitar no solamente con el cuerpo, sino que con formas de mirar. En ese sentido, pienso en el tipo de botella que llega, ¿es de vidrio o de plástico? Tenemos una instancia de generar esa esperanza donde quizás el espacio apocalíptico está en las ciudades o quizás en la misma botella puede contener oxígeno, una idea o una imagen, es decir, desde dónde planteamos nuestra mirada de este lugar, que es parte de todos los lugares. Lo pienso porque quizás existe la idea de que el desierto es desprovisto, pero no, pues genera una riqueza enorme para las clases dominantes y por eso se ha luchado y ha muerto mucha gente.

 

En ese sentido, me pregunto qué plantean estos dos niños. La escena en que están ambos arrojando piedras, me hace preguntar a dónde van estas piedras o incluso si son parte de ellos. Encuentro que la labor poética de Dagmara es mucho más potente y en otro sentido, creo que los niños adoptan la organicidad de las piedras. Quizás las pequeñas partículas del desierto son más importantes que el mismo futuro.

 

Los niños generan preguntas que son infinitas. Entre ellas, quién vendrá a culturizar ese lugar, cuáles serán los nuevos planteamientos, será ese de que las ciudades desaparecerán, que la cultura, las imágenes o la dominación vendrán de otros lugares. Dagmara abre cuestionamientos en un sentido poético que no habla de apocalipsis, en el sentido de la contingencia, sino que habla de cosas que siempre pasaron, un pasado y un futuro inminente.

 

La imagen es muy interesante respecto del lenguaje cinematográfico, en cuanto a los fondos que muestran el desierto, el sonido, el espacio de las sombras en donde yo veo a las empresas que quieren apoderarse del territorio. Uno sabe lo que significa estar en el desierto, como un lugar en constante disputa por las transnacionales.

 

Hace poco a Antofagasta empezó a llegar la migración desde países del Caribe. Esa unión del pueblo que viene a buscar un lugar para subsistir y el pueblo que vive en el territorio la encuentro interesante, representan el futuro y el pasado con todo lo que ha sucedido en el sistema dominante en Chile.

Los panelistas

Marisa Caichiolo, artista multidisciplinaria argentina, doctora en historia del arte y psicología, radicada en Estados Unidos. Sus proyectos curatoriales se han exhibido en museos y centros artísticos y culturales en países de América, Europa y Asia. Es la fundadora de Building Bridges International Art Foundation, plataforma para el pensamiento crítico, investigación, residencias artísticas y programas educativos.

 

Lucía Warck-Meister, artista argentina, vivió diez años en Nueva York durante los cuales desarrolló obras para espacios públicos. Actualmente reside en Buenos Aires. Es graduada de la Escuela Nacional de Bellas Artes Buenos Aires. Ha exhibido en forma individual y colectiva en Argentina, Estados Unidos, Francia e Italia. Ha recibido la Beca de la Fundación Pollock-Krasner, Premio SACO6, Beca del Fondo Nacional de las Artes, Premio Ibermuseos, Premio Fundación de Arte Deutsche Bank, Primer Premio en la Bienal de Palm Beach FL, Premio Fundación Telefónica de Argentina y Premio Colección Fortabat.

 

Carlos Silva, artista visual y docente chileno, con formación en Diseño, Arquitectura y Artes Visuales. Licenciado en Bellas Artes por la Universidad Arcis. Actualmente trabajo como profesor del Taller de Creación de la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar, del Taller de Proyecto en la Escuela de Fotografía CámaraLucida de Valparaíso, donde también genera proyectos curatoriales para su galería. 

 

Enrique Winter, poeta, narrador y traductor chileno, autor de La gentrificación del cielo, Lengua de señas y Las bolsas de basura, entre otros libros, y del disco Agua en polvo. Ha sido reconocido con los premios Víctor Jara, Nacional de Poesía y Cuento Joven, Nacional Pablo de Rokha y Goodmorning Menagerie. Su obra ha sido traducida a siete idiomas, y sus poemas y videos constan en centenares de antologías y revistas.

 

Sebastián Trujillo, realizador audiovisual ecuatoriano-chileno. Trabaja en cine y televisión desde hace 15 años. Ha dirigido una decena de series de televisión y reality shows para importantes cadenas ecuatorianas. Ha trabajado en publicidad, largometrajes y series para NatGeo y Discovery. Actualmente está en la producción de un documental sobre una cooperativa de trabajo de personas con esquizofrenia, una película de zombis futbolistas y es docente en la Carrera de Cine de la Universidad de las Américas.

 

José Luis Sepúlveda, catalogado como uno de los directores de cine social más radicales de Chile, ha dirigido y codirigido junto a Carolina Adriazola, películas como “El pejesapo”, “Mitómana”, “Crónica de un comité”, “Harley Quinn” e “Il Siciliano”. En toda su obra, destaca una forma personal de abordar la marginalidad a  través del retrato proyectado desde personas comunes y corrientes. Hace más de veinte años, fundó junto a Carolina el Festival de Cine Social y Antisocial de La Pintana en Santiago, que todavía dirigen y ambos también son creadores de la primera Escuela Popular de Cine de Chile.

 

Este día vimos el volcán participó en varios festivales entre 2019 y 2020. Obtuvo el premio al Mejor Corto Experimental en Indiex Film Fest y semifinalista en Dumbo Film Festival, ambos en Estados Unidos. Además, fue parte de las selecciones oficiales del Festival Internacional del Cine de Medioambiente 2019 | SUNCINE FICMA (Barcelona, España), y en Estados Unidos, Independent Shorts Awards, Cutting Edge Film Festival, Global Shorts e Indie Short Fest. En Grecia , fue parte de la selección oficial de Olympia International Film Festival.