Paralelo de rebeldía

Dagmara Wyskiel

El muelle Histórico Melbourne Clark de Antofagasta es una construcción patrimonial y simbólica, que se inscribe en la lógica de Chile, un país acostado de lado, con la espalda contra los cerros, y las rodillas en el agua. En estas circunstancias de estrechez, surgen construcciones que le roban al mar un poco del territorio, convirtiéndolo en un lugar, si no terrestre, por lo menos alcanzable a pie. Caminar por un paralelo, cuando todo el poder y el orden, de Arica a Punta Arenas, están construidos acorde a los meridianos, es acto artístico y es rebeldía.

El recorrido por este muelle empieza en el borde de la calle de alta congestión, de costanera bulliciosa, en pleno casco histórico de la urbe, con palmeras importadas para cumplir con los estándares de un auténtico boulevard. Vagabundos que hacen su vida debajo del muelle, mientras nosotros arriba instalamos objetos sublimes; vendedores de paseo en lancha, perros vagos, bicicletas y todo el mestizaje que se suma a una imagen contemporánea, capturada por un fotógrafo sensible a la diversidad.

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Con este entorno de umbral se conjuga, perfectamente, la primera área de la exposición AMOR: decadencia y resistencia, la carnal, invasiva e inmediata. La experiencia profundamente urbana de Ana Mosquera, con olor a cemento caliente y reflejos de vidrios de taxis, mirada cómplice con adrenalina al encontrar en la aplicación del celular la presa deseada, la elegida entre tantos. Frente a una caja sonora muy sexy, dominante y seductora de Adriana Ciudad, construyen en conjunto la zona donde el cuerpo del otro, es un mero objeto de deseo y uso, tanto en la relación homo, como heterosexual. Ritmos de reggaetón unen a todo el continente. Las masas repiten sus mensajes, avalando la violencia. Paradójicamente, seguimos hablando de amor.

En el segundo sector de la exposición, el ruido de la ciudad baja de intensidad, la urbe queda detrás de nuestra espalda y debajo del muelle vemos el azul profundo, un tanto contaminado, lo que nos mantiene en la conexión inmediata con la realidad, el territorio y las obras que vienen a continuación, con la resistencia que tiene un costo muy alto. Entramos en el territorio implícito de dolor, desilusión, soledad – aromas de la descomposición sentimental.  

Con las piedras del desierto de Nicholas Jackson vuelve la violencia. Pero ahora ya no es un golpe, sino que son años de intimidación. Huellas irreversibles, que con el tiempo deja uno sobre el otro. Deformaciones que se generan como resultado de largas y dolorosas cercanías, construidas por roces e imposiciones, omisiones, chantajes y finalmente resignación. No hay salida de escape, no existe me voy.

Códigos herméticos unen la pareja gráfica de Paz Castañeda. Hablan el mismo colorido y geométrico idioma que, sin embargo, se diluye con la repetitividad de la marea diaria. Se pierde el recado, es en vano todo este esfuerzo. Desde los bordes los dos mandan mensajes ilegibles en direcciones opuestas. No se miran, se dan la espalda, no comparten el horizonte, generando un profundo vacío en el medio. Desde allí surge el volumen de la cobija de la precariedad multidimensional.

La irregular arquitectura de despecho de Oscar Pabón habla a las poblaciones, que de esta altura del muelle construyen un paisaje románticamente pegado en la falda de los cerros, siempre mirando desde lejos. Los andamios al aparecer habitualmente prometen el futuro esplendor, hasta que nos damos cuenta, que es lo que hay, y que no habrá más – conjugación de cajas, que suenan, como la ciudad, con canciones que nos ayudan a anestesiar la nostalgia.

En la tercera zona, el mar le gana en volumen sonoro y olfativo a la urbe. Estamos llegando a la punta del dedo, metido hacia el Pacífico, cuando encontramos un extenso sendero rojo, construido por líneas de género brilloso. La huella contemplativa de Lucía Warck-Meister juega en el borde de lo material e intangible, de lo concreto y lo ilusorio, no tiene peso y sus dimensiones son dudosas. Podemos adentrarnos y atravesarla, pero debemos estar más conscientes ahora de nuestros pasos. ¿Queremos pisar lo que surge desde debajo de la superficie? Quizás no pasa nada, pero igual, mejor no.

El dibujo minimalista entre las tablas desgastadas construye un vacío, un aire indispensable entre los dos volúmenes más grandes, aquel de Pabón y el que finaliza el recorrido, de Fernando Foglino. Llegamos al templo que absorbe y devuelve la energía del sol. Capilla de contención fugitiva, espacio resistente a cualquier contingencia insignificante. Refugio; pirámide cerrada hacia la ciudad y abierta al infinito. Faro, tan necesario para no perderse. La flecha y el espejo, dirigidos a conectarse con un algo más allá, al otro lado.

¿Cuantos amores hemos encontrado? Nos queda el camino de vuelta, de lo transcendental y espiritual, por el afecto existencial hacia la humanidad, el apego territorial, sentimental y pasional, para llegar hacia el aquí y el ahora, en el borde de la calle bulliciosa.