Hablar de Amor

El Informe

El informe como género literario suele tener un profundo componente referencial, lo que puede incomodar a un operador de la ficción cuando es impelido a evacuar uno (expresión que siempre me provocó mucha hilaridad). Hay un lugar común en la crítica literaria que dice que cada obra es, o contiene, su propia teoría de la literatura. Eso podría homologarse a las artes visuales y, más concretamente, a SACO6 que, sin lugar a duda supone, en sí mismo, el desarrollo de prácticas reflexivas sobre el arte contemporáneo, más aún, es una de sus improntas. Éste, sabemos, siempre en clave interrogativa, apela al sujeto, al otro, al público posible, en relación a los modos de su comparecencia en el mundo. Ahora, el sujeto artista, por su parte, ese uno que tiene vocación colectiva y que participa en iniciativas y proyectos comunitarios para restablecer continuidades rupturadas o para colaborar en operaciones de restablecimiento de nuevas conectivas que posibiliten el mejoramiento de sus condiciones de existencia. Como lo describe Ernesto Laddaga en Estética de la Emergencia.

Y en este contexto interrogativo, una de las apuestas de SACO (y del Colectivo SE VENDE) es, y ha sido, generar escuela sin escuela, es decir, paradigma académico sin institución académica, que es el modo tradicional en el sistema de las BBAA. Esta “anomalía” se agradece. Ese es uno de los caminos posibles del trabajo de arte hoy, sobre todo ese que circula en las zonas que están fuera de los grandes centros decisionales del poder y de los grandes diseños de políticas, las que permiten la visibilidad de las obras y de las prácticas.

El Territorio

La producción de arte, entonces, en esas condiciones de posibilidad, es capaz de generar un territorio propio y los paisajes correspondientes. Quizás esa sea hoy en día una de las búsquedas (o el encuentro) al que hay que aspirar, capitalizando de nuestras precariedades estructurales. “Yo no busco, encuentro.” Esta frase atribuida a Picasso, nos guste o no el personaje, nos da una pauta astuta de los caminos a seguir en la producción de arte. La apelación a la astucia es clave para desarrollar escenas artísticas en zonas alejadas de los grandes centros, como es el caso de este país, determinado por una condición irremediable de finis terra. Ahora, es fascinante cuando la provincia de la provincia, y algunos operadores artísticos que la habitan, utilizan el arte contemporáneo como recurso reflexivo territorial o cómo registro de otras subjetividades. Ahí, en ese punto, la cuestión, toma otro color u otro cariz. La experiencia estética surge como una alternativa epistemológica, por darle un nombre rimbombante, válida para señalar la decepción con respecto al modelo de desarrollo dominante o el simple juego de las (im)posturas ideológicas.

Por eso el título de esta muestra que parece citar a la lírica bolerística, clave en la construcción de la histeria amorosa latinoamericana, da cuenta de una crisis de la representación de los afectos. O, simplemente, el imperio de la odiosidad y la ruptura, como recurso de las relaciones interpersonales.

Los operadores simbólicos o artistas tienen como hábito trabajar (problematizar) estos quiebres de la continuidad de los paisajes territoriales, tanto en la dimensión simbólica, como en la material, a partir de un instrumental analítico que proviene del caudal de la cultura crítica, y de diversas prácticas poético retóricas. Lo particular que aporta la mirada u observación artística sobre los territorios es una recodificación del sentido común y una mirada otra de los modelos de significación.

La estrategia territorial, que podría coincidir con la corriente del land art, es bastante efectiva para proponer-promover sistemas reflexivos en comunidades conflictuadas por los flujos y reflujos de una economía extractivista y por los giros migratorios. Así como también revelar y valorar los modos endémicos de habitar de las comunidades, lo que implica recuperar otros sistemas de signos, y toda una trama comunicacional que cuenta con otras señas de identidad.

La Novela Amorosa

En el caso del evento SACO6 (Semana de Arte Contemporáneo), cuyo título referencial es Amor: decadencia y resistencia, independiente del tema curatorial o de las operaciones político culturales que le dan origen, podemos establecer que está cruzado por al menos tres ejes: el discursivo, el político cultural y el operacional.

Hay un soporte espacial, constituido por el Muelle Histórico de Antofagasta, en el que se emplazaron siete obras de artistas latinoamericanos. El discurso de amor aparece como una ultrarreferencia que fundamenta el acontecimiento, flanqueado por dos conceptos que lo delimitan y le dan una configuración imaginaria de zona fronteriza, entre el deseo y la imposibilidad. Quizás SACO6 pueda ser leída como una novela cuyas unidades narrativas sean esas siete obras expuestas en el muelle, cuya trama se desenvuelve a partir del desarrollo de un conflicto afectivo, entre el desamor o los amores rupturados. Esos quiebres en la línea deseosa cargan de acontecimientos los modos afirmativos o decaídos de la emotividad de los cuerpos deseantes.

Hay un narrador que ha definido a partir de criterios curatoriales un set de operaciones discursivas sobre un enclave patrimonial del territorio. El muelle como soporte simbólico de obra recibe una carga muy potente de intervención plástica. Es posible que SACO6 sea la demostración de que el arte contemporáneo es la afirmación de un trabajo colaborativo que hace funcionar otra dimensión cognoscitiva de lo humano, muy necesaria hoy como dispositivo, quizás, estético salvífico.

Es probable que en algún punto del trabajo de producción e instalación de obra, sin querer queriendo, se esté invocando esa escena aurática originaria a la que aludía Benjamin, momento ya perdido, pero que siempre invoca, perturbadoramente, la utopía que lo quiere reproducir. Todo esto frente al calculado fracaso de las vanguardias.
Si hiciéramos un recorrido capitular podríamos contar que, aunque parezca reductivo y banalmente descriptivo, el episodio instalativo se presenta episódicamente, más o menos así: En primer lugar, el muelle es intervenido por una especie de faro-refugio de los viajeros, como metáfora de la guarida afectiva, que corresponde a la instalación de Fernando Foglino. Un mobiliario estantería, metálico, burocrático, que soporta el peso material y simbólico de la memoria y de la certidumbre territorial más ruda, por otra parte, en el montaje de Nicholas Jackson. Luego, la cita amorosa erigida en reproche del que se va o del que viene, como crítica a la misma cercanía del cuerpo otro que amo: “Me amas allá donde no estoy.” Y “Me esperas allá donde no voy.” Cita barthesiana que cuelga en un paño como señal recodificada, en la lengua marinera de la lejanía, del cariño que sólo puede verse a lo lejos o en la ausencia del otro; en el caso de Paz Castañeda. Para Óscar Pabón hay un correlato sonoro que responde y neutraliza los efectos del quiebre amoroso. Ruptura que el artista sufre en carne propia al no poder estar en cuerpo presente dirigiendo la instalación por culpa de un tema burocrático, propio de un país en estado crítico a nivel funcional. Unos compatriotas inmigrantes producen la continuidad afectiva del montaje a partir de sus instrucciones dadas a la distancia, lo que generó una doble nostalgia. El trabajo de Adriana Ciudad recrea una caja musical (picó), característica del espacio público caribeño, en un gesto irónico en relación al paradigma de género que representa esa caja de melodías machistas, produciendo una paradoja crítica, con ese dispositivo brutal del amor parlante.

Lucía Wark-Meister indaga en cambio en la anécdota de los adioses y las despedidas obturando el deseo en esos intersticios del tablao escénico que pisoteará el olvido. El muelle surge como ese lugar canónico de despedidas y llegadas, zonas de acogimiento y de la cita amorosa. Y la carga pesada de sobrellevar el relato de amor, ese que se cuela por las rendijas en que percibimos levemente el raso kitsch. Luego, el mapa georeferencial de la sexualidad como oferta de la posibilidad de los encuentros-desencuentros. Aquí Ana Mosquera indaga en la locación urbano digital del deseo.

Todas estas obras apelan a una especie de embarcación que se carga con archivos simbólicos que leen la ciudad o la trama urbana a partir de sus señales.

Quillagua Dancing o los archivos de la sequedad

El protocolo del evento suponía que los artistas y diversos operadores culturales convocados, recorrieran ciertos hitos del desierto atacameño que tuvieran importancia histórica y patrimonial, como parte de un ejercicio estético que complementara el proceso de instalación de obras.

En todo esto siempre hay algo de serendipia (ese paseo o viaje que no tiene objeto preciso de búsqueda y que está abierto a la oferta azarosa que surja). El viaje tenía como eje Antofagasta, pero la clave para mí era el desierto, territorio otro en donde la palabra cobraba un sentido verosímil, acotada por el mar. El desierto es una locación a la que el arte chileno recurre, quizás más que la de los bosques del sur, que era el lugar sagrado de Neruda, sur lluvioso y triste (“Nada más triste que un tren detenido bajo la lluvia”). Zurita utilizó el desierto como soporte de su escritura y derramó unos versos en la arena salina y Eugenio Dittborn grabó su video La Mancha con alguna anterioridad, buscando en el desierto los signos de nuestro desamparo estructural.

Cuando pasamos por los geoglifos de Chug Chug recordé esas intervenciones modernas y las homologué a los arcaicos dibujos que aludían, al aparecer, a actividades de intercambio de animales, como pretexto para los otros intercambios, incluido el de amor. Cuando visitamos la salitrera abandonada de Chacabuco, pueblo fantasma que además sirvió de campo de prisioneros, pensé (pensamos) en que la vida misma es una intervención territorial, con rasgos dramáticos. Y cuando el grupo de indagadores se detuvo en una hermosa ruina que alguna vez sirvió de central hidroeléctrica, el Tranque Sloman, en donde una laguna emergía en medio del desierto, incluido un salto de agua, la paradoja y el sobrecogimiento golpeó nuestra certidumbre. Esa microfluvialidad del río Loa se imponía monumental en un espacio del tipo locus amoenus (lugar ameno), levemente paradisiaco (o punto vegetal en medio del desierto, para no llamarlo oasis).

Luego, un cráter que la mitología local atribuye a la caída de un meteorito, en donde practicamos juegos de corridas, tomas de fotografías y exhibición de obras (la artista Ximena Zomosa desplegó unos de sus trabajos de costura en el fondo del cráter). Finalmente, como cierre, un escenario en Quillagua, con el discurso de un dirigente Aymara que pretendía reproducir el modelo turístico del oasis de San Pedro de Atacama, y luego el baile de graduación final en donde las melodías de amor populares, incluso con harta carga tropical, nos ratificaron como operadores de una emotividad probable, irremediablemente festiva. No sin antes pasar por una especie de museo doméstico de cadáveres momificados.

Uno quisiera pensar que siempre en Chile el arte contemporáneo está en crisis de dispositivos, formatos y soportes, conceptualizaciones de las que fuimos testigos en la capital del reino del arte, más aún, eso ha definido, creemos, los rumbos de las políticas del arte y sus registros académicos, y los eventos que han determinado su visibilidad y sus relaciones internacionales. Realidades que hemos despreciado sistemáticamente, más que nada por deporte retórico y por resentimiento, es decir, por crisis de amor (falta de amor), lo que ha redundado en decadencia (y resistencia) como signo que se aloja en el metonímico corazón, órgano que representa la afectividad en crisis (problemas del corazón). En este caso el desierto es ese dispositivo escénico en que la palabra de amor es el agua que falta, la arena tiende a disolverse. Son las tramas metafóricas de la lucha político cultural.

Quiero y necesito escribir sobre la posibilidad del territorio y de la irrupción del paisaje, no más que eso. Escribir la trama de un viaje al que soy invitado para intentar dar cuenta de una verificación, de un dato de amor y de existencia que nos hace decir que el arte está cerca, más de lo que pensamos. Recuerdo a unos artistas jóvenes que hablaban lúdicamente de “alarma de arte” cuando arreciaba la cercanía de lo insólito o paradojal, incluso lo que cierta cultura denomina lo freak. Lo concreto es que cualquier desplazamiento podría remitirnos a la barbarie de lo otro, a la diferencia práctica que nos tira para otro lado.
Desde las prácticas textuales a las que tributo, siempre me ha sido más cómodo trabajar con artistas visuales, quizás porque siento debilidad por el land art, o porque mi comparecencia tanto escritural como agrocultural, siempre ha estado ligada a la intervención territorial y a las prácticas estéticas construidas a partir de recorridos sobre suelos vegetales o polvorientos.

Y me pregunto: ¿Por qué los artistas están refundando territorios, simbólicamente hablando, cuál es su interés estratégico?
La mirada de los operadores de arte parece ser clave hoy, porque ven lo irremediablemente otro. Cuando SACO6 nos hace esta invitación amorosa, lo que hace es buscar aliados para sostener una utopía descentrada de trabajo. Y los cómplices, obviamente, somos los que habitamos en las áreas decaídas del discurso.

Como yo soy del sur, para mí, la dicotomía humedad-sequedad tenía una preponderancia a lo primero. Mi experiencia estética con el desierto me dice lo contrario. La sequedad mantiene mejor los cuerpos, y los cuerpos del arte necesitan buen mantenimiento y nada mejor que la sal del desierto. Por eso en el museo de Quillagua pudimos estar en tan buena comunicación con nuestros antepasados.

Marcelo Mellado
Escritor